Justo cuando las heridas de la guerra comercial y del brexit comenzaban a sanar, y muchos pensábamos que había pasado lo más difícil, la economía mundial se volvió a enfermar. Un primer diagnóstico apuntaba a un “catarrito”, pero rápidamente derivó en algo mucho más severo, que generó un cuadro de problemas de circulación, dificultades de movilidad y alucinaciones.

Primero, la parálisis en China, “la fábrica manufacturera del mundo”, generó que la cadena de insumos para la industria mundial se detuviera (circulación). En una segunda fase, conforme el coronavirus se propagaba en otras latitudes, otros sectores de la actividad se comenzaron a frenar, ante los esfuerzos sanitarios para contener la propagación del virus (problemas de movilidad): cancelación de vuelos, cierre de comercios, etc.

Finalmente, la condición mental del paciente también sufrió estragos, a través episodios de pánico, desconfianza y ansiedad (alucinaciones), lo cual se hace evidente en la fuerte volatilidad de los mercados financieros.

Los bancos centrales fueron los primeros en entrar en acción. El kit de primeros auxilios incluyó bajar las tasas de interés e inyecciones de liquidez. Posteriormente, algunos gobiernos centrales han comenzado a recetar recursos al sector salud y apoyos para empresas en sectores emproblemados y personas que han perdido sus empleos a causa del coronavirus.

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Sin embargo, la psicosis no ha cedido, seguimos viendo vaivenes y un comportamiento desordenado en los mercados financieros. Es posible que esto último se derive de la falta de coordinación entre el accionar de las autoridades monetarias y fiscales: los bancos centrales no han escatimado en usar todas sus herramientas; los gobiernos centrales, la mayoría, se han movido con lentitud y menor claridad.