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El 6 de diciembre de 2018, Neri, un hombre de origen guatemalteco, tomó la decisión de migrar a Estados Unidos en compañía de su pequeña de siete años, Jakelin. Alrededor de las 9 de la noche ambos cruzaron el desierto de Nuevo México. A los pocos minutos los centelleantes faros de un camión de la Patrulla Fronteriza los deslumbró. Jakelin se emocionó, rara vez había visto luces tan brillantes en casa, donde pocas familias tienen electricidad. En este punto tuvieron que esperar hasta las 04:00 horas para abordar un autobús que los llevara a la estación de la Patrulla Fronteriza más cercana, a unas dos horas de distancia. En el viaje, Jakelin comenzó a sentirse enferma. Fiebre, vómito y convulsiones fueron sus principales síntomas. Los agentes llamaron a la estación para que estuvieran listos para brindar atención médica de emergencia.

Cuando llegaron, Jakelin no respiraba. A las 09:00 horas del 7 de diciembre la llevaron al Hospital de Niños Providence de El Paso, Texas, pero su condición ya estaba muy deteriorada. Fue declarada muerta después de la medianoche del 8 de diciembre. Según la autopsia, murió de sepsis estreptocócica, una infección causada por bacterias asociadas con la faringitis estreptocócica.

La respuesta inmediata del gobierno del presidente Donald Trump fue culpar a Nery por llevar a su hija a un viaje tan peligroso. Activistas y políticos demócratas señalaron tácticas de disuasión severas, la incapacidad de las autoridades para proporcionar una atención adecuada y aseguraron que la muerte de seis niños bajo custodia estadounidense en ocho meses, cuando en ocho años no se había registrado ninguna, representaba que algo estaba mal.

En medio de la situación, Kevin McAleenan, entonces jefe de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP), prometió una serie de reformas que incluían controles médicos secundarios para menores, transferencias más rápidas de niños fuera de las instalaciones temporales de la Patrulla Fronteriza a refugios temporales y mayor transparencia sobre las muertes bajo custodia.

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Mario tiene un sarpullido en el rostro y su mamá no tiene dinero para medicinas.
 

Incluso los demócratas de la Cámara presentaron una legislación para exigir que la CBP y el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) garanticen la seguridad de los menores bajo custodia, pero a más de un año, este proyecto de ley de reforma está parado en el Congreso de EU. Aunque la CBP asegura que está realizando controles médicos secundarios, la atención que reciben los migrantes bajo custodia de Estados Unidos sigue siendo inadecuada, según Carlos Gutiérrez, pediatra que brinda atención médica voluntaria en la frontera. El tratamiento a menudo se retrasa, los medicamentos se siguen confiscando hasta que las personas están bajo custodia y a veces la CBP se niega a administrar vacunas.

La situación de los menores migrantes no mejoró después de la muerte de Jakelin, pues menos de dos semanas después de su fallecimiento, la Casa Blanca anunció los Protocolos de Protección al Migrante, mejor conocidos como la política Permanecer en México, que obliga a decenas de miles de migrantes a esperar en las ciudades fronterizas de México mientras se revisan sus casos en Estados Unidos. Hasta la fecha, de los 59 mil solicitantes, sólo 187 han recibido asilo. El resultado es que familias como la de Jakelin están varadas en miserables campos de refugiados donde los menores enfrentan grandes riesgos para la salud. “No sé si las cosas han cambiado después de la muerte de Jakelin, pero para mí sería mejor si cambian para que cuando [los migrantes] se enfermen, haya más atención”, dice el abuelo de la menor, Domingo Caal.

Neri y Jakelin salieron del pequeño pueblo guatemalteco de San Antonio Secortez, ubicado a siete horas en automóvil desde la capital, ciudad de Guatemala, y a 14 horas en autobús. La remota ciudad está conformada por unas pocas calles de difícil acceso y varias docenas de casas con techos de paja. No hay electricidad ni agua corriente.

Las 50 familias que habitan San Antonio Secortez, en su mayoría mayas que hablan q’eqchí, viven en los campos cercanos. Pocos han salido de esta pequeña ciudad, mucho menos han llegado tan lejos como Jakelin y Nery, quienes viajaron casi dos mil millas para llegar a la frontera entre Estados Unidos y México.

Por uno de los caminos de tierra que conforman esta ciudad, pasando un campo de maíz, vive la madre de Jakelin, Claudia Maribel Maquin Coc. Con su hija de 16 meses sobre su cadera, Claudia se estremece ante la mención de su pequeña que murió al cruzar la frontera de Estados Unidos.

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“Perder a una hija es una gran pena para una madre. Nada puede hacerse. Tu hija nunca volverá”, dice Maquin Coc, de 27 años, en q’eqchí a través de un traductor. Claudia ahora es la responsable de tres hijos; cuando tiene suficiente comida prepara tortillas y frijoles en una estufa que está en la habitación individual en la que vive. Nery, su esposo, de vez en cuando envía algunos dólares desde Penn- sylvania, pero la mayor parte de su salario se va en pagar los 10 mil dólares que le debe a su “coyote”. El día que Jakelin regresó a casa en un ataúd, los habitantes de San Antonio Secortez vieron cómo los peligros de cruzar la frontera que les parecían abstractos eran totalmente reales. Su muerte los hace dudar de intentar el mismo viaje, pero la pobreza, el hambre y las malas condiciones agrícolas los empuja a salir de su comunidad.

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El Puente Internacional de Matamoros está saturado de carpas de migrantes en espera de que les resuelvan su solicitud de asilo en Estados Unidos.

Campamentos ponen en riesgo la salud

Los visitantes que cruzan el Puente Internacional de Brownsville a Matamoros, México, son recibidos por una ciudad en expansión de solicitantes de asilo. Algunas carpas están instaladas al pie del puente, a tiro de piedra de la oficina de los funcionarios de inmigración mexicanos. Líneas de lonas azules, rojas y naranjas abrazan el río donde los migrantes se bañan y lavan la ropa. El hedor de los baños portátiles cercanos, donde los inmigrantes hacen fila para esperar su turno, llena el campamento improvisado.

El riesgo en salud de estos sitios tan cerrados radica en que los migrantes provienen de diferentes partes del mundo, por lo que en ocasiones es la primera vez que su sistema inmunológico se enfrenta a un tipo de virus y no tiene las defensas necesarias para combatirlo, explicó la doctora Julie Sierra, de UC San Diego Health. En puntos como Baja California, el gobierno estatal ha calculado que alrededor de 10% de los migrantes en refugios de ese estado están enfermos.

Carla, de 20 años, originaria de Honduras, llegó hace un mes, junto a Mario, su hijo de dos años, al campamento de Matamoros. En los 30 días que llevan ahí, Mario apenas ha comido lo necesario. Recientemente le apareció un sarpullido en el rostro. Los médicos sólo le dijeron que era por desnutrición, pero Carla no tiene dinero para medicinas o algún tipo de tratamiento.

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Este tipo de casos se repiten sistemáticamente en la frontera entre México y Estados Unidos. Muchos de los padres que están ahí con sus hijos aseguran que los menores se han enfermado con erupciones cutáneas e infecciones estomacales, probablemente por bañarse en el río cercano o por vivir en espacios cerrados con tanta gente.

Uno de ellos es Rodrigo, de 37 años, y quien huyó de El Salvador junto con sus hijos Juan y César, de seis y 11. El padre y sus dos hijos estuvieron en Texas durante unas horas, el tiempo suficiente para solicitar formalmente asilo antes de ser enviados a Matamoros. Ahí los niños comenzaron a sufrir vómito, fiebre y dolores corporales. Rodrigo buscó una solución de electrolitos para prevenir la deshidratación, pero los insumos en el campamentos son reducidos.

A 800 millas de distancia, en un refugio para migrantes en Ciudad Juárez, una enfermera voluntaria asegura que no es raro que los niños presenten todos los síntomas imaginables: diarrea, vómitos, tos, fiebre, dolores en el cuerpo, dolor de garganta y varicela, pero el refugio sólo tiene remedios básicos de donaciones.

“Recientemente no hemos recibido donaciones de medicamentos, no tenemos nada en el botiquín: no hay medicamentos contra la diarrea, nada para el vómito, nada para el dolor”, asegura Julia.

En Filadelfia, la vida de Nery sin Jakelin no ha sido fácil. La mayor parte de diciembre y enero estuvo postrado en cama. No puede dormir y cuando cierra los ojos siente un peso insoportable que lo empuja. Su médico le aseguró que no está enfermo físicamente. Él está convencido de que tiene una maldición. Ha decidido regresar a San Antonio Secortez. “Me voy porque no puedo soportar más este sufrimiento. No quería ir, pero como no puedo soportarlo más es lo que tengo que hacer”. Su esposa e hijos han estado llorando para que regrese. “Estoy preocupado por mis hijos […] tengo que estar con mi familia”.
 

Esta historia es parte de Reporting the Border, un proyecto de International Center For Journalist y el Border Center for Journalists and Bloggers